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Elogio del buen compañero: Tres historias habituales

Elogio del buen compañero

Hace meses que quería escribir unos cuantos párrafos y “subirlos” a mi blog. Porque sentía que debía hacerlo y también para darme el gustazo. Como conozco a dos de los tres abogados cuya conducta voy a elogiar y sé de su discreción, no daré sus nombres. Pero lo que aquí escribo vale para otros muchos con los que me he topado. Y también sirve para el tipo de compañero con el que espero seguir encontrándome.

Ocurrió hace bastantes meses y en un intervalo de pocas semanas. En una de las ocasiones yo asesoraba al demandado y en otra al demandante. En la primera no conocía al compañero: hubo primero unas diligencias preparatorias y, como uno de los documentos exhibidos (una vieja Escritura pública) estaba parcialmente dañado, le facilité otro documento no solicitado pero complementario. Y desde el principio hubo buena química: defendía bien a su cliente, con intensidad. Pero siempre distinguiendo un trato cariñoso y cercano al compañero de las zurras que hubiéramos de darnos en caso de subir al ring. Varias veces hablamos, por teléfono y con un café… y a punto estuvimos de un acuerdo. Pero nuestros clientes al final no quisieron hacer las cesiones imprescindibles para alcanzarlo. Hubo pleito, “empatamos” (peleábamos tres cuestiones, yo gané la importante y él las otras dos), y después hubo apelación. Su cliente, tonto de él, decidió cambiar de abogado. Hemos hablado alguna que otra vez, con aprecio sincero. Estoy seguro de que, si volvemos a enfrentarnos, el trato será estupendo.

El segundo caso es quizás más habitual. Yo demando a una compañía de seguros y el abogado contrario es un viejo rockero, muy conocido en la plaza: bromista en el trato, serio en sala, sincero siempre. Me llamó por teléfono: —“¡Javier!. ¡Ya sabes cómo son las Compañías!. Me mandaron ayer tu demanda y tengo que contestarla ahora, que se me acaba el plazo. Pero no me han mandado los documentos. ¿Me los puedes mandar tú? Yo contesto echando balones fuera y, cuando haya contestado, ya te llamo, a ver si podemos llegar a un acuerdo, si me deja la Compañía.”. En diez minutos tenía los documentos y por la tarde me llegó la contestación: correcta, no agresiva, respetuosa. Una delicia trabajar con compañeros así. Estaba seguro de que me llamaría y de que me haría una oferta razonable, si la Aseguradora le dejaba. Hacía años había sido muy generoso con un cliente mío, al que le quedaban pocos meses de vida: la Audiencia había dictado una Sentencia disparatada y él fue el primero en llamarme y en disculparse. —“¡Javier!. ¡Vaya barbaridad! ¡Es que se equivocan siempre!. Yo tengo que defender a la Aseguradora para que no pague de más… pero, lo que ha hecho la Audiencia…¡es increíble!”. Y, en coherencia, nunca le cobró las costas a mi cliente. Y es verdad que la última vez que ví a mi cliente disfruté diciéndole la verdad: que no había sido mérito mío, que el ahorrarse el pago de las costas había sido resultado de la bondad de mi compañero.

En el tercero no fui protagonista: me metí en la vista anterior a la mía para ver cómo actuaba la juez en sala. Jueza joven, faltona, de las que, como carecen de experiencia y seguridad, la compensan levantando la voz y siendo desconsideradas. Yo no conocía las tripas del asunto pero me pareció que la juez impedía a una de las abogadas explicar una cuestión importante. Y la abogada, soportando el tono burlón de la juez, recurrió en reposición. Y el abogado contrario, veterano, dijo: —“No tengo nada que oponer”. El abogado supongo que pensó algo así: —“No debo darle expresamente la razón porque me pagan para defender a mi cliente. Pero mi compañera tiene razón. Y, sobre todo, los modales de esta Juez no son de recibo”. Y por ello no se opuso al recurso. Como el lector se teme la discreta y elegante lección del abogado veterano fue desaprovechada por la juez: ésta desestimó el recurso de reposición. Pero un poco sí sirvió: la Juez desestimó el recurso (probablemente equivocándose) pero lo hizo en un tono más formal y mesurado.

Así que voy concluyendo. Aunque resulte contraintuitivo, me permito dar un consejo al abogado joven: inclínese antes a ser más estricto con su cliente que con el abogado contrario. El abogado contrario nunca es enemigo aunque sea nuestro adversario en tal caso concreto. Exija al cliente un margen para ceder y poder negociar. No le diga al cliente lo que éste querría oír sino lo que debe decirle: muchas veces cuánto podría ganar negociando. Y, si logra holgura de su cliente, estará más desembarazado para alcanzar un acuerdo con el compañero, que si también actúa correctamente, corresponderá.

La convicción conciliadora es compatible con la mejor defensa y asesoramiento jurídico. Cuando un abogado ha valorado con objetividad un conflicto y propone con amabilidad y buena intención un acuerdo equilibrado está logrando para su cliente salud, dinero y tiempo. Y, si la parte contraria no está de acuerdo, una contundencia todavía mayor en el combate porque se tiene la certeza moral de haber agotado la vía diplomática y de que entramos en una guerra justa.

Y prefiero creer que la vida premia a estos buenos compañeros con más éxito profesional y con menos úlceras de estómago. Amén. ¡Ah!, que se me olvidaba. También los premia con lo más satisfactorio y duradero: el reconocimiento de otros compañeros. Valgan estas líneas como pequeño homenaje a lo mejor de nuestra profesión.